Desde la auténtica Cañabrava, pasando por la casa de Queniquea hasta Barrio Sucre, por un lado; y de excursión por los Jardines del Valle hasta las Delicias de Sabana Grande, intentaré explicar que es lo que me parece más importante resaltar de la nuestra Casa, Virgen del Valle.
Creo que de todas las casas familiares antes mencionadas, la única que recuerdo físicamente, por haber vivido en ella momentos de la infancia es la Barrio Sucre. Casa con olor a Salcedo Cárdenas, pero como diría el viejo Juvenal que no es Don Juvenal, "esa casa la hemos hecho los Salcedo Valladares" (si me he equivocado aquí, continuar porque si no sería otro cuento).
Barrio Sucre, era la casa de los abuelos. Del patio de cemento y del patio de tierra; de árboles frondosos y la huerta; del taller de madera y los cachivaches por doquier; de la sopita de la abuelita y los mandados a la bodega, de la calle en pendiente y los trompos de madera; de salir a investigar a 20 metros de casa con el terror de lo desconocido; de aprender a cocer a máquina y siempre de comidas, consentimientos. Era la casa a dónde papá iba a descansar y mamá a escucharle confesiones a Isabelana y entre confidencias y risas los niños por ahí aprendiendo ha hacer sus vidas.
Ahora bien de las otras casas hay cosas tan maravillosas como las vividas físicamente y son los cuentos, anécdotas y fiestas que se daban en cada una, que haré una pincelada de cada una con los errores de transcripción en el tiempo.
La Cañabrava, es La Finca y no era porque siempre fue. Es el potrero por el cual cada fin de semana los Salcedo Cárdenas salían a recoger frutos del campo y a visitar a abuelos de padres, es decir, bisabuelos. Era café, caña de azúcar, puente colgante, casa de bahareque y teja, tierra y montaña, indios y blancos de ojos claros, son los chinos venezolanos o mejor dicho los chinos Salcedo (Garantón, Valladares o Nogera).
Menos lejos y no por ello más cerca la casa de Queniquea. Casa de pueblo en la que vivía familia o no. Éramos pequeños y entrábamos en esa casa de pueblo que por describirla terminaría hablando del patio, animales domésticos, cocina de leña y humo, de la última barbería en la que cortó el pelo a bolívar. De las abejas de miel que tenía Don Juvenal; era la casa que en la calle olía a bosta de caballo y el sonido de los cascos daba más miedo que alegría a este niño de Caracas. Recuerda a ese pueblo que creo era de techos rojos y terminó siendo de color plata o gris por el zinc de las cubiertas. Era la casa de paso y no de estancia, es el recuerdo de la infancia contada y de las curas con agua azufrada que de olerla todo se nos quitaba.
De los Jardines del Valle hay mucha tela que cortar, gracias a Abraham que nació nueve años después y que son ocho si fuese Chucho el que escribiera estas líneas. Era la casa que daba a una calle en pendiente. Aquella dónde se fundó la primera escuela y la necesidad familiar era sustentada por la fuerza de Doña Flor y el aporte, si no lo regalaba por el camino del Abuelo Domingo grande en todas sus dimensiones. La casa que daba a la calle que era el patio de veneno y de los patines de los vecinos; del campo béisbol. La casa de donde partían las excursiones por los valles que conforman la Caracas que conocemos y que Abraham, a los que pudimos nos mostró desde el cielo. Era la casa en la que se fundó la otra parte de la familia y de la cual la Abuela quería salir para que sus muchachas encontraran hombres buenos. Era la casa de la venta de harina y de la vecina que ayudaba con la comida y de otros tantos cuentos.
Y de las lejanías de esa Caracas a Los Jardines de las Delicias o las faldas del Ávila, la casa de las comidas en el patio, de la abuela en la cocina y su buen vestir y elegancia. Del abuelo bajo las plantas y esas flores que hacen enredaderas que a mamá no le gustan y a mí se me olvida el nombre. De las Valladares solteras y en busca de formar familia. De la casa que se vi transformarse en edificio y que cada vez que iba a Chacaíto a comprar materiales para los trabajos en arquitectura imaginaba ese patio y sus reuniones familiares. La casa de los enamorados.
Todas y cada una forman parte de esta historia que somos todos y ellas comenzaron y un día se dejaron atrás. Físicamente acogieron a cada uno y en los recuerdos fundaron lo que somos hoy. A todas les tocó dejar paso porque en cada una había llegado el momento de dejarlas ir pero de todas hay más que estas pequeñas líneas de vida y hoy entre hijos que ya son padres y padres que son abuelos, nos toca decidir qué hacer con aquel lugar de nuestra familia.
Yo en particular estoy con los viejos porque ellos están juntos y sé que cada uno ha hecho todo por mantener y cuidar el nido de vida que es la Virgen del Valle, pero como bien sabemos nada es para siempre. El que ya llamemos abuelos a los que fueron padres lleva consigo canas y arrugas, experiencias y nostalgia, pero por encima de todo, sinceridad, y es un acto de humildad y entrega dejar ir la que ha sido cuna, alimento, llanto, esfuerzo y alegría.
Queda en nosotros mantener vivo el espíritu de esta familia los Salcedo Valladares y sus nuevas familias, junto a las Guevara, Colmenares, Olveira y Tenería y que Dios nos proteja siempre y cada día de nuestras vidas.
Gracias a Pastor Marín y al señor de la ferretería del Salado, a los Mata, Restrepo, Ostos, Abrams Salcedo, Andrés Salcedo, Toño y los Salcedo Rodríguez, Teófila Herrera, Yorbi y Yorsiris, Colaco y cada uno de los que compartió y compartirá esa nuestra vida.
Con muchísimo cariño y con mis seis meses vividos en ese templo situado en Loma de Guerra, quién les quiere y recuerda siempre.
Creo que de todas las casas familiares antes mencionadas, la única que recuerdo físicamente, por haber vivido en ella momentos de la infancia es la Barrio Sucre. Casa con olor a Salcedo Cárdenas, pero como diría el viejo Juvenal que no es Don Juvenal, "esa casa la hemos hecho los Salcedo Valladares" (si me he equivocado aquí, continuar porque si no sería otro cuento).
Barrio Sucre, era la casa de los abuelos. Del patio de cemento y del patio de tierra; de árboles frondosos y la huerta; del taller de madera y los cachivaches por doquier; de la sopita de la abuelita y los mandados a la bodega, de la calle en pendiente y los trompos de madera; de salir a investigar a 20 metros de casa con el terror de lo desconocido; de aprender a cocer a máquina y siempre de comidas, consentimientos. Era la casa a dónde papá iba a descansar y mamá a escucharle confesiones a Isabelana y entre confidencias y risas los niños por ahí aprendiendo ha hacer sus vidas.
Ahora bien de las otras casas hay cosas tan maravillosas como las vividas físicamente y son los cuentos, anécdotas y fiestas que se daban en cada una, que haré una pincelada de cada una con los errores de transcripción en el tiempo.
La Cañabrava, es La Finca y no era porque siempre fue. Es el potrero por el cual cada fin de semana los Salcedo Cárdenas salían a recoger frutos del campo y a visitar a abuelos de padres, es decir, bisabuelos. Era café, caña de azúcar, puente colgante, casa de bahareque y teja, tierra y montaña, indios y blancos de ojos claros, son los chinos venezolanos o mejor dicho los chinos Salcedo (Garantón, Valladares o Nogera).
Menos lejos y no por ello más cerca la casa de Queniquea. Casa de pueblo en la que vivía familia o no. Éramos pequeños y entrábamos en esa casa de pueblo que por describirla terminaría hablando del patio, animales domésticos, cocina de leña y humo, de la última barbería en la que cortó el pelo a bolívar. De las abejas de miel que tenía Don Juvenal; era la casa que en la calle olía a bosta de caballo y el sonido de los cascos daba más miedo que alegría a este niño de Caracas. Recuerda a ese pueblo que creo era de techos rojos y terminó siendo de color plata o gris por el zinc de las cubiertas. Era la casa de paso y no de estancia, es el recuerdo de la infancia contada y de las curas con agua azufrada que de olerla todo se nos quitaba.
De los Jardines del Valle hay mucha tela que cortar, gracias a Abraham que nació nueve años después y que son ocho si fuese Chucho el que escribiera estas líneas. Era la casa que daba a una calle en pendiente. Aquella dónde se fundó la primera escuela y la necesidad familiar era sustentada por la fuerza de Doña Flor y el aporte, si no lo regalaba por el camino del Abuelo Domingo grande en todas sus dimensiones. La casa que daba a la calle que era el patio de veneno y de los patines de los vecinos; del campo béisbol. La casa de donde partían las excursiones por los valles que conforman la Caracas que conocemos y que Abraham, a los que pudimos nos mostró desde el cielo. Era la casa en la que se fundó la otra parte de la familia y de la cual la Abuela quería salir para que sus muchachas encontraran hombres buenos. Era la casa de la venta de harina y de la vecina que ayudaba con la comida y de otros tantos cuentos.
Y de las lejanías de esa Caracas a Los Jardines de las Delicias o las faldas del Ávila, la casa de las comidas en el patio, de la abuela en la cocina y su buen vestir y elegancia. Del abuelo bajo las plantas y esas flores que hacen enredaderas que a mamá no le gustan y a mí se me olvida el nombre. De las Valladares solteras y en busca de formar familia. De la casa que se vi transformarse en edificio y que cada vez que iba a Chacaíto a comprar materiales para los trabajos en arquitectura imaginaba ese patio y sus reuniones familiares. La casa de los enamorados.
Todas y cada una forman parte de esta historia que somos todos y ellas comenzaron y un día se dejaron atrás. Físicamente acogieron a cada uno y en los recuerdos fundaron lo que somos hoy. A todas les tocó dejar paso porque en cada una había llegado el momento de dejarlas ir pero de todas hay más que estas pequeñas líneas de vida y hoy entre hijos que ya son padres y padres que son abuelos, nos toca decidir qué hacer con aquel lugar de nuestra familia.
Yo en particular estoy con los viejos porque ellos están juntos y sé que cada uno ha hecho todo por mantener y cuidar el nido de vida que es la Virgen del Valle, pero como bien sabemos nada es para siempre. El que ya llamemos abuelos a los que fueron padres lleva consigo canas y arrugas, experiencias y nostalgia, pero por encima de todo, sinceridad, y es un acto de humildad y entrega dejar ir la que ha sido cuna, alimento, llanto, esfuerzo y alegría.
Queda en nosotros mantener vivo el espíritu de esta familia los Salcedo Valladares y sus nuevas familias, junto a las Guevara, Colmenares, Olveira y Tenería y que Dios nos proteja siempre y cada día de nuestras vidas.
Gracias a Pastor Marín y al señor de la ferretería del Salado, a los Mata, Restrepo, Ostos, Abrams Salcedo, Andrés Salcedo, Toño y los Salcedo Rodríguez, Teófila Herrera, Yorbi y Yorsiris, Colaco y cada uno de los que compartió y compartirá esa nuestra vida.
Con muchísimo cariño y con mis seis meses vividos en ese templo situado en Loma de Guerra, quién les quiere y recuerda siempre.
Juvenal Salcedo Valladares
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